viernes, 15 de noviembre de 2013

“Lo peor del amor es cuando pasa, cuando al punto final de los finales, no le quedan dos puntos suspensivos.”

Joaquín Sabina sonaba en la radio. Dio un portazo y bajo las escaleras, peldaño a peldaño pensando si volvería, si volverían a verse. Cigarrillo en la boca y preguntas sin respuestas en cada una de esas caladas. Andaba deprisa, pero a la vez despacio. Hacia frío y hasta sus manos parecían decir que le echaban de menos. Ni diez minutos habían pasado. Lloraba. Ni rímel, ni carmín, ni sus propias palabras lograrían salvarla de aquel frío domingo. Siempre solía ser él quien la salvaba de los días fríos, hasta con una tarrina de helado en la mismísima Antártida. Se preguntaba como sería capaz de pasar pagina en ese mismo instante, con tantos sueños hechos pedazos y sin una sola pieza de ellos encajando. Piezas de una historia que tenía que terminar, que había terminado sin un baile de despedida. Ahora los domingos volverían a ser domingos de mierda y las cartas de los cajones irían directamente a la hoguera, y nada duele más que palabras quemándose, os lo aseguro. Palabras que subían como el humo y caían como la lluvia. Lluvia la de sus ojos empapados de recuerdos, de esos que matan por dentro, esos que quieres plasmar en las paredes de cualquier calle para que todos sepan de verdad lo que es querer y lo que duele desquererse. El punto final parecía más real que nunca y eso es lo que verdaderamente duele, lo real, lo cierto, el saber que los finales llegan y esta vez sin posdata. Y Sabina fue testigo.

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